Hace algunos años escribí un relato en el que subía con paso firme a una azotea, me acercaba al borde y saltaba al vacío. Intentaba describir el momento en el que mi cabeza estallaba contra el suelo y la sangre inundaba a borbotones las grietas de la acera formando un charco.
Esta escena nunca se produjo, evidentemente. Tampoco me tentó la idea del suicidio. Quizás amo demasiado la vida para eso, o quizás soy demasiado cobarde para ello. Pero debo reconocer que siempre me han fascinado las historias de autodestrucción. Ésas en las que uno se empeña en luchar contra sí mismo y contra el resto, adentrándose peligrosamente en un lento suicidio. Hablo de historias como las del atormentando protagonista de Las penas del joven Werther (Goethe, 1774). Un tipo que se revela contra el sistema en el que vive, que aparta a la razón, y que se quita la vida por amor.
El libro se enmarca en el siglo XVIII, y narra el pesar de un romance imposible en un contexto en el que el dinero arrincona al corazón. Werther, a través de una serie de cartas remitidas a su amigo Guillermo, nos hace partícipes de la existencia de Lotte, una bella joven de la que queda prendado nada más conocerla. Ésta, se encuentra prometida con Albert, un aristocrático once años mayor que ella que representa los bajos de la sociedad burguesa. Werther inicia una malsana relación de amistad con ambos que termina conduciéndolo a la locura, una locura que se acentúa cuando la pareja contrae matrimonio. Ante la imposiblidad de conseguir el amor de Lotte, Werther, desesperado, le escribe una carta a Albert en la que le solicita dos pistolas. Éste, desconocedor de la verdadera intención del otro, se las hace llegar a través de Lotte. Finalmente, Werther se suicida al sonar las campanas que marcan la medianoche.
La historia puede parecer trágica, porque realmente lo es, pero yo siempre he encontrado cierta belleza poética en las vidas de los grandes perdedores. Y es que si pudiese ser uno de los personajes del libro, sería Werther y lucharía por Lotte una y mil veces más, aunque ello conllevase volarme la cabeza tantas veces como fuese necesario. Estúpido romántico.
Publicado por Fran Rodríguez